B. Agrícola Rodríguez


BEATO AGRÍCOLA RODRÍGUEZ DE LOS HUERTOS

(1896 - 1936) 

BIOGRAFÍA

Agrícola Rodríguez García de los Huertos nació el 18 de marzo de 1896 en Consuegra (Toledo). Hijo de Julio y María. A los siete años de edad se separa de sus padres para marchar a Burgos, donde estudia en el colegio de los hermanos maristas. En 1906, con diez años de edad, pasa al Colegio de San José de Burgos, para estudiar la carrera sacerdotal, haciendo allí los dos primeros cursos de Latín y Humanidades. En 1908 se incorpora al seminario conciliar de Toledo, para continuar la carrera eclesiástica en los cursos de Latín, Filosofía y Teología con las máximas notas. En 1921 obtiene en el Seminario Universidad Pontificia el doctorado en Sagrada Teología.

Nuestro joven seminarista recibe la tonsura y órdenes menores de manos del cardenal arzobispo de Toledo, monseñor Victoriano Guisasola, los días 22 y 23 de diciembre de 1916; el subdiaconado, el 24 de marzo de 1917 por el ministerio de su obispo auxiliar, monseñor Juan Bautista Luis Pérez; el diaconado, de manos del mismo cardenal arzobispo, el 30 de marzo de 1918; y el presbiterado, el día 21 de julio de 1918, de manos del obispo auxiliar monseñor Juan Bautista Luis Pérez, con dispensa de intersticios y dispensa apostólica de edad.

En sus dieciocho años de vida sacerdotal ejerció los siguientes cargos eclesiásticos: a los pocos días de ser ordenado, en 1918, se le destina a Villacañas como coadjutor. Durante este tiempo comparte sus tareas pastorales con el estudio y prepara los exámenes de grado de bachillerato, licenciatura y doctorado en Teología en noviembre de 1921, con la calificación “nemine discrepante”. Por concurso accede a la parroquia de Guadamur en 1925. Y el 16 de marzo de 1928 va como regente a Mora, para convertirse en ecónomo el 1 de febrero de 1930, hasta su martirio en 1936.

Coinciden los testigos en señalar su ejemplaridad en el ejercicio de su ministerio sacerdotal. Era hombre dotado de buenas cualidades humanas, que son tan apreciables en la pastoral: agradable y educado en el trato, ordenado, puntual, limpio, justo, inteligente y culto, dotado de gran serenidad y fortaleza. Y junto a estas virtudes naturales, brillaban en él las específicamente pastorales, como lo son su profunda vida de oración: todos los días estaba en el templo desde las seis de la mañana, rezando el breviario, preparándose para la santa misa, y confesando a los fieles hasta las nueve en que celebraba la eucaristía, su dedicación celosa y exclusiva al ministerio sacerdotal, su facilidad para la predicación, su dedicación a la catequesis, especialmente de los niños, su atención a los enfermos y a los pobres con visitas y con limosnas. Incluso entre los hermanos sacerdotes tiene relevancia y prestigio, como lo muestra ser el nombrado presidente del Centro de Conferencias de la Mancha.

El colegio teresiano de María Inmaculada

El 15 de septiembre de 1928, El Castellano nos presenta esta entrevista para darnos a conocer la realidad educativa de las teresianas de Mora.
- ¿Pero no conocen ustedes el colegio de las teresianas?, nos pregunta don Agrícola, el párroco de Mora.
Al contestarle que no teníamos la menor idea, casi se indigna con nosotros.
-Eso es imposible; ¿cómo van ustedes a hacer una información completa de Mora sin conocer el colegio? Imposible… Ahora mismo, si a ustedes les parece, vamos a verlo.
Y dicho y hecho; el buen párroco, el simpático don Agrícola, alcanza su manteo, disponiéndose a salir.
-Vengan conmigo, nos dice, vamos a visitar lo más notable que tiene Mora.
Nos levantamos y seguimos tras el “pater” dispuestos con gesto resignado a aguantar una de las muchas tabarras que los periodistas estamos obligados a soportar.
Este colegio -pensamos para nosotros- será una más de tantas escuelas pueblerinas, con sus antiguos cartelones en las paredes, en los que aprendieron las primeras letras tres generaciones; sus bancos carcomidos; sus ventanucas sucias; en las que el papel hace las veces de cristales; en fin, una de tantas; menos mal que la visita será corta; paciencia, pues. El cura corta nuestro soliloquio explicándonos que el edificio del colegio teresiano, con muebles y cuanto encierra, fue donado por una señorita de la localidad, que lo entregó a la congregación denominada Compañía de Santa Teresa de Jesús, virtuosas religiosas que se dedican a la enseñanza, recibiendo educación gratuita en dicho centro una buena cantidad de niños y niñas pobres.
-Ya hemos llegado, dice don Agrícola. Y, sorprendidos, nos encontramos ante un soberbio y severo edificio de tres plantas, rodeado de una verja de hierro, cuya puerta franqueamos detrás de nuestro guía. Después de un ratito de espera en un amplio recibidor, se abre una puerta de las tres que hay en la estancia, y una monjita nos pregunta, un poco extrañada, qué deseamos.
Expone don Agrícola nuestra pretensión de visitar el local y la hermana nos hace pasar amablemente al salón de visitas, rogándonos aguardemos un instante. Curiosos, examinamos el vasto salón; cinco grandes ventanales dan una luz velada por las corridas persianas; arrimados al muro rodean la estancia una fila de sillones tapizados de rojo, cuyo respaldo está cubierto con un pañito calado, que ostenta, bordadas en su centro, las insignias de la orden; en la pared, preciosas pinturas de asunto religioso; en un rincón un magnífico piano, y sobre él dos mandolinas que parecen vibrar todavía bajo los delicados deditos de sus diminutas tañedoras.

Es nuestra primera sorpresa y así lo manifestamos: Caracoles, esta es la sala de espera de un colegio rico de Madrid.
- Ya verán, ya verán, dice el cura con sonrisa enigmática.

Dos monjitas entran en la estancia, y después de saludarnos y de serles presentados, nos ruegan dispensemos a la madre superiora cuyas ocupaciones no le permiten acompañarnos en la visita a la finca, haciéndolo ellas en su lugar. Tras las buenas madres recorremos varias aulas en la planta baja; en ellas la luz entra a torrentes por los altos ventanales, dando una sensación de alegría y de vida, se completa el mobiliario consistente en mesitas blancas barnizadas, con sus asientos individuales, según el último modelo de pupitres para esta clase de establecimientos; al frente, bajo una bella estampa de la Santísima Virgen con el Niño en brazos, está la mesa de la profesora sobre una tarima, dominando hasta el menor rincón de la estancia.

Nos figuramos ver a la monjita profesora rodeada de criaturas, explicándoles la ciencia del saber y pretendiendo grabar en sus pequeños cerebros, aquellas máximas de la religión y la educación cristiana, que luego han de servir de freno a sus pasiones. De allí pasamos a otra aula más pequeña, de diminutos pupitres.

-Esta es, nos dice una de las monjas, la clase de párvulos gratuita; como se acercan las fiestas, hoy me pidieron las vacaciones, que no quería conceder sin permiso de la madre superiora, cuando de pronto, como llovida del cielo, entra la buena madre, y claro es, les concede lo que piden. ¡Angelitos!; si vieran ustedes con qué alegría batían las palmas, ¡benditos del Señor!

Y en los ojos humildes de aquella mujer santa, brilló un relámpago de amor materno por sus pequeños discípulos.

Continuamos nuestra visita a otras y otras dependencias; el refectorio, la cocina, los cuartos de aseo y de baño, los dormitorios con sus camitas blancas y sus cortinas como la nieve, el teatro con su escenario y sus telones, los pasillos, en una de cuyas paredes está dibujada la historia de España, figurando en un árbol genealógico desde los primeros pobladores de nuestra patria hasta los días actuales.

En una de las clases, llama nuestra atención una especie de mesa de alto cerco llena de arena. Al momento la madre nos explica el misterio.

-Es para que los niños aprendan Geografía. Aquí se echa agua, que con esta tierra forma un barro poco pegadizo, y los pequeños, bien remangaditos, se entretienen en formar cordilleras, ríos, lagos, ciudades que se figuran, con aquellas pequeñas casitas que ve usted en el armario, y, entretenidos, jugando, aprenden lo que quizás costará mucho más esfuerzo hacerles comprender.

No podemos por menos de admirar a estas ilustres hijas de santa Teresa, que en un momento resuelven el arduo problema de la enseñanza.

Una por una y detenidamente hemos visitado todas las dependencias del colegio, hasta el magnífico estudio, situado en lo más alto del edificio, dedicado a clase de dibujo. En todas partes resalta la más escrupulosa limpieza y el más perfecto orden. Solo ante una puerta cerrada que da paso a las habitaciones de la comunidad, se detienen nuestras plantas pecadoras; no nos es dado profanar con nuestra presencia el santuario de las vírgenes madres.

Pero aún nos quedan los jardines y patios para recreo de las educandas, llenos aquellos de árboles y flores para que las niñas puedan gozar de las alegrías del sol y del puro ambiente del campo, que a pleno pulmón respira.

- ¿Tienen muchas alumnas?...

-Bastantes, sobre todo de las clases gratuitas.

- ¿También internas?

-Sí, señor; muchas familias desean que sus hijas reciban educación respirando los aires campestres, en lugar del viciado de las ciudades, y aquí nos las traen.

-Pues, créame, madre, que no pensábamos encontrar en este sitio un colegio como el que acabamos de visitar.

-Sí, mucha gente ignora hasta que existimos, pero, gracias a Dios, vamos educando a las niñas con bastante buen éxito. Vean esta labor casi terminada, está hecha por una niña de once años.

Y nos presenta un precioso sobremesa, primorosamente calado y bordado como por las manos de un hada.

- ¿Qué diferencia hay entre la educación que reciben las niñas aquí y la que aprenden en los colegios de la Corte?

-Ninguna en absoluto; nuestra congregación tiene varios colegios en Madrid y provincias y en todas partes se enseña igual, con el mismo cuidado y por idénticos medios.

-Perdone, madre, ¿es muy caro el internado?

-No, señor, cien pesetas mensuales.

-Es baratísimo.

-Pero como tenemos almas caritativas que nos ayudan, y esto es una misión cristiana y no un negocio, cobramos solo lo indispensable.

- ¿Y a quién se debe esta fundación?

-A la señorita doña María Martín Maestro y Millán, hija de una noble familia de Mora que es el ángel bueno de la localidad.

- ¿Vive?

-Sí, señor y quiera Dios viva muchos años, para amparo de desvalidos; esta ilustre señorita es el verdadero paño de lágrimas de sus paisanos, y contando con su gran capital solo lo emplea en obras de caridad y en hacer el bien. Dios la bendiga.

-Esto escucharán ustedes siempre que ante cualquiera de este pueblo hablen de la señorita María Martín Maestro, interrumpe don Agrícola, el párroco. Ella fue quien regaló a la congregación este edificio completamente amueblado en 1920; ella es quien ayuda en momentos de estrechez del colegio para que los hijos de los pobres y de la clase media, no dejen de recibir una educación esmerada; ella es la que, visitando enfermos y socorriendo al necesitado, se ha hecho merecedora por sus obras, no solo de la gratitud y el cariño de sus paisanos, sino de una verdadera veneración que por ella sienten, hasta el punto, que si cualquier día pretendiera abandonar el pueblo para ir a vivir a Madrid, los niños, las mujeres y los hombres, el pueblo en masa la pediría de rodillas que no los abandonara. Y no crean ustedes, que también recibe ingratitudes, porque el malo no perdona ocasión, pero [ella] todo lo sufre con resignación cristiana y sigue en su magna obra que, sin duda ninguna, le abrirá de par en par las puertas del cielo.

Con la grata impresión del colegio, bailando aún en nuestras retinas, nos despedimos de las madres profesoras del Colegio María Inmaculada, y emprendemos el regreso. Nos hemos tirado una plancha. Esperábamos visitar una escuela de las que, por desgracia, abundan en España, locales infectos, en los que las criaturas están amontonadas, respirando aires insanos, y nos encontramos con un bonito colegio, montado con todos los adelantos, limpio, sanísimo y en el que hasta la aridez de los estudios se suaviza con métodos de enseñanza que más bien parecen recreos para alumnas.

Padres españoles, ya lo sabéis, mens sana in corpore sano, vuestras hijas se educarán cristianamente con la más selecta enseñanza, al propio tiempo que su cuerpo crece y se desarrolla sano en el colegio teresiano de María Inmaculada, establecido en Mora de Toledo. No lo sabías, ¿verdad?, yo tampoco. Es que vosotros, como yo, ignorábamos la existencia de una santa que se llama María Martín Maestro y Millán.

ANTONIO ABAD ROMERO

Finalmente, Dionisio Vivas nos recuerda que en la primavera del 36:

«En Mora dos concejales pretendían cerrar el colegio de las teresianas, por lo que habían visitado al inspector de enseñanza; este les hizo ver que no se podía dejar de golpe en la calle a cientos de niños mientras el Ayuntamiento no tuviera dispuestos locales para acogerlos. El inspector visitó poco después el colegio, acompañado por el párroco, Agrícola Rodríguez, quedando encantado y manifestándolo así a las autoridades en la reunión que tuvo con ellas. Pero en dicha reunión se acordó visitar a la fundadora del colegio, para invitarla a la venta o alquiler del edificio, aunque como señalaba el párroco a Modrego14, ella ya no era la dueña, sino que pertenecía a un patronato cuyo presidente era el cardenal Gomá. Don Agrícola añadía que en el pueblo se disfrutaba de relativa paz, habiendo celebrado la primera comunión de los niños y teniendo catequesis sin problema»

Primeras persecuciones

Como hemos relatado al hablar del siervo de Dios Mónico del Campo, el 1 de septiembre de 1931 invitado por este, don Agrícola predicó en Manzaneque con motivo de la fiesta del Santísimo Cristo de la Fe. Él no ofendió a nadie en su predicación, sino que habló de Jesucristo, alentando a los fieles a que profesaran la fe católica en medio de las dificultades y persecuciones del momento. Fue acusado de hablar en contra de la República y denunciado por dos componentes de la banda de música, naturales de Mora, que actuaron en la fiesta de Manzaneque. El domingo 6 de septiembre fue detenido, encarcelándolo en el ayuntamiento de Mora. Le llevaron a la cárcel de Orgaz y de allí le desterraron de su parroquia, teniendo que marchar a Consuegra, su pueblo natal.

El caso hizo correr ríos de tinta y fue aprovechado falazmente por la prensa de izquierdas, hasta llegar a hacer chanza sobre una huelga de sacerdotes en Mora de Toledo. 

Lo que sucedió en realidad fue que, por la tensión ocasionada, y por no poner en riesgo la vida de los sacerdotes de Mora, la autoridad eclesiástica mandó que se retiraran del pueblo. Finalmente, el mismo don Agrícola escribe una carta para aclarar todo lo sucedido, tras el sobreseimiento del caso.

Así que, al cabo de tres meses, en enero de 1932, sabiendo a lo que se exponía, pudo volver a su parroquia de Mora. Y allí permaneció hasta su martirio, sin abandonar en ningún momento el rebaño encomendado.

EL PROTOMÁRTIR DEL CLERO TOLEDANO

Finalmente, cuando estalle la Guerra Civil, dos días después, el 21 de julio de 1936, la Guardia Civil salió de Mora camino de Toledo. Entonces se desataron las furias de los marxistas, y buscaron al sacerdote para eliminarlo. Nos lo cuentan varios testigos presenciales de los hechos:

«El 21 de julio del año 1936 empezó la revolución en Mora. Ese mismo día bajé muy temprano a la iglesia. Serían las siete de la mañana. Yo oía misa y comulgaba diariamente. Sobre las siete y media se empezaron a oír voces y alborotos en la calle. La mayoría de los que estaban en la iglesia se salieron, yo me quedé dentro. El organista se salió por la puerta de la sacristía y cerró con llave. El señor cura párroco, don Agrícola, cerró las puertas de la iglesia. Quedándonos dentro solo unas pocas personas.

Estando puesto el catafalco, al irse a celebrar un funeral, entre todos lo retiramos. El señor cura subió varias veces al campanario. Esperaba que llegase la Guardia Civil, la cual se había marchado a Toledo. Se fueron pasando las horas; nos dijo: -Tenemos que tomar algo. Dándonos formas y vino sin consagrar, siendo el único alimento que tomamos.

El señor cura, desde el campanario y las ventanas de la sacristía, veía y oía todo: disparos, gritos y grandes voces. Cuando se oía que ya habían matado a algunos, a él le entró preocupación por su madre y hermana. Se puso delante del sagrario y rezó el rosario. Antes nos había animado a tener paciencia, fe y esperanza. Consumimos las formas consagradas. A la iglesia no llamaron hasta por la tarde. Creían que no había nadie, siendo las cinco o seis de la tarde cuando llamaron a las puertas, disponiéndose el señor cura a abrir la puerta de la sacristía. Una vez que abrió el señor cura las referidas puertas, nos apuntaron con toda clase de armas; a mí me pusieron una pistola en el pecho. Diciéndoles el señor cura:

-Miren ustedes por estas personas, son mayores y niños.

Siendo estas las últimas palabras que le oí pronunciar».

Uno de los testigos, que era monaguillo, tenía tan solo doce años y los oyó decir:

«-Venimos solo a por ti, tira p’adelante.

Caminó por la acera unos diez pasos y yo oí una larga descarga, como si fuera de metralleta. Le vi caer boca abajo, un boquete en el lado derecho de la espalda. Vi cómo caían sus gafas por la acera. Yo ya, por miedo, salí corriendo hacia mi casa».

«Por la tarde - afirma otra testigo- oímos desde casa una ráfaga de tiros y oímos decir a una vecina: “Ya han matado al cura”. Vi pasar la funeraria de caballos de don Isidoro Hidalgo de esta localidad, que él mismo conducía con ataúd, por el cual asomaban los manteos, y no dudé que era el señor cura; sentado sobre él iba un individuo con un fusil en la mano, al cual no reconocí. Posteriormente, se rumoreó que le remataron en una plazuela, en la que existe un pozo, en la confluencia de las carreteras de Huerta y Tembleque».

El sacerdote don Maximiano Lillo, que trató mucho al beato Agrícola siendo monaguillo y después seminarista, no presenció los hechos del martirio porque se escondió en su domicilio. Tenía dieciséis años. Pasados los hechos, escuchó a varios testigos oculares, que cita en su declaración escrita. Dado que añade alguna circunstancia a lo referido por los testigos oculares que hemos escuchado, transcribimos parte de su declaración:

«Serían las dos y media de la tarde, cuando don Agrícola salía de su iglesia parroquial. Lo hizo por la puerta sur que mira a la calle de Manzaneque. Primero salían las pocas mujeres apiñadas, e inclinado profundamente oculto detrás de ellas don Agrícola. Al verlo los milicianos, mandaron a las mujeres que se disgregaran, quedando don Agrícola totalmente al descubierto ante la mirada de odio de los milicianos, quienes en descarga cerrada y a cierta distancia, dispararon sobre él.

A pesar de los muchos impactos recibidos en su cuerpo, no cayó a tierra, iniciando su vía martirial, con la sotana rasgada por un lado, su espalda derramando sangre en dirección a su casa. Cuando llegaba frente a la taberna de un tal Clemente, recibe de frente la segunda descarga mortal. Fue entonces cuando su fuerte humanidad, doblegándose, cayó por primera vez por tierra. Cuando todos le dan por muerto, don Agrícola, a duras penas, incorpora medio cuerpo y logra poder sentarse sobre el bordillo de la acera.

Como, a pesar de tantos disparos, sus adversarios aún no habían podido terminar de una vez, un fuerte miliciano se acercó a aquel cuerpo martirizado y propinándole una feroz patada en el pecho, lanzó instantáneamente a don Agrícola boca arriba; no conforme el agresor, pisoteó cruelmente y se puso a bailar grotescamente sobre el cuerpo yacente. Momentos después, al ver que el cura seguía con vida, se aproximó a él una joven miliciana, a quien llamaban la Morena, y disparó sobre el pecho del que había sido su párroco.

Una vez ya en la caja, como esta era un tanto pequeña y D. Agrícola, sin ser grueso, era muy recio, al no caber bien no podían cerrarla, quedando visible parte del cadáver; para evitarlo, al tener que pasar por varias calles hasta llegar al cementerio, un miliciano se sentó sobre la tapa del ataúd para reducir lo más posible con su peso la abertura y conseguir así la menor visibilidad del cuerpo del muerto; tal individuo refirió que al sentirse oprimido el cuerpo de D. Agrícola por el peso que llevaba encima, daba golpes con los puños contra la tapa de la caja».

Así debió ser pues, según contó E.R., marxista muy significado y paisano de don Agrícola que presenció el sepelio, «antes de introducirle en la fosa tuvieron que darle un tiro en la cabeza, porque aún conservaba algo de vida». El hecho de que estaba todavía vivo cuando lo llevaban a enterrar metido en el ataúd, lo certifica el enterrador.

Hemos hablado más arriba de que el siervo de Dios sabía lo que se le venía encima y con fortaleza de ánimo, lo afrontó voluntariamente. Volvió a su parroquia en cuanto pudo, después del encarcelamiento y destierro en 1931. Y desde entonces no cesó la persecución, ante la que no huyó en ningún momento. El mismo día del martirio testigos presenciales, encerrados con él en la iglesia casi todo ese día, recuerdan con toda viveza la entereza de ánimo y las palabras con las que infundía esperanza en los demás, en las horas previas a la muerte. Su recurso a la oración ante el Santísimo Sacramento y acogiéndose a la protección maternal de María con el rezo del rosario, le prepararon para recibir libremente el máximo don del martirio.

Dónde venerar sus reliquias

El 12 de diciembre de 1940 su cuerpo fue trasladado desde el cementerio de Mora al pasillo central de la parroquia de Nuestra Señora de Altagracia de Mora de Toledo, donde permaneció durante décadas velando por su feligresía. En la lápida podía leerse: «El Buen Pastor da la vida por sus ovejas. Jn. 10,11. Aquí descansan los restos mortales del Dr. D. Agrícola Rodríguez García de los Huertos. Cura ecónomo de esta parroquia, que dio su vida por los suyos el día 21 de julio de 1936. R.I.P.».

El 8 de octubre de 2007, veinte días antes de su beatificación, tuvo lugar la exhumación y reconocimiento de sus restos en la propia iglesia parroquial. Tras ser beatificado, sus restos fueron colocados en una preciosa urna y trasladados al altar mayor, donde otrora celebrara la santa misa.


J. López Teulón, La persecución religiosa en la Archidiócesis de Toledo 1936-1939. Tomo tercero