B. Francisco López-Gasco

BEATO FRANCISCO LÓPEZ GASCO

(1888 - 1936) 

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BIOGRAFÍA

Otoño de 1888

Amanece el 4 de octubre de 1888, el pueblo de Villacañas se entrega a sus labores diarias mientras la familia formada por Juan Bautista Roso López-Gasco y Anselma Ramona Fernández-Largo Marín celebra el nacimiento de un niño a quien, al día siguiente, en la parroquia de la Asunción de Nuestra Señora de su mismo pueblo natal, sumergen en las aguas bautismales consagrando toda su persona a san Francisco, de quien llevará el nombre hasta el cielo. A los pocos días, el 20 de octubre de ese mismo año, recibe el sacramento de la confirmación de manos de Mons. Valeriano Menéndez Conde, obispo auxiliar de Toledo.

Sus padres, amasados en la piedad y el sacrificio, contagian pronto a Francisco y a sus hermanos estas virtudes, que junto con otras muchas irán creciendo hasta fortalecer el cuerpo y el alma del beato. Se destaca por ser un niño piadoso, trabajador, bueno e inteligente, cualidades que muy pronto observan en él los sacerdotes de su pueblo, proponiéndole la vocación sacerdotal tan sólo cuando cuenta con doce años.

En el seminario de Toledo y en Roma

Sus padres desean que en su hijo se cumpla siempre la voluntad de Dios y a pesar de su incipiente adolescencia y juventud, Francisco ingresa en el seminario de Toledo al comienzo del curso 1901-1902. Su vocación, que ahora es una semilla muy pequeña, irá fructificando hasta llegar a ser espiga de trigo que segada a su tiempo, dará gloria abundante a la Iglesia de Dios.

Entregado de lleno a la obediencia a sus superiores, a la disciplina del reglamento, a la oración y vida de piedad y al estudio, Francisco hará del seminario su segundo hogar. En esta casa, corazón de la diócesis, cursará con altas calificaciones de meritissimus y algún benemeritus desde 1º de Latín hasta 2º de Teología.

Los testigos que trataron a don Francisco lo presentan como seminarista modelo con deseo de perfección. El P. José Cabrera, S.I., que lo conocía muy bien, afirma de él: “fue un seminarista fervoroso, ingenuo y transparente, aplicado y caritativo con todos”.

Notada por los superiores y profesores su capacidad intelectual, fue enviado por el Dr. Gregorio Aguirre García, cardenal arzobispo de Toledo y primado de España, a continuar sus estudios teológicos en Roma, la Ciudad Eterna, donde llega el 23 de octubre de 1910. Allí, hospedado en el Pontificio Colegio Español de San José, fundado recientemente por el beato Manuel Domingo y Sol, prosigue su graduado en Teología durante cuatro cursos más, obteniendo en primer lugar el bachillerato en Cánones, más tarde el 2 de julio de 1913 se licenciará y el 27 de junio de 1914 vemos a Francisco con el doctorado en Teología por la Universidad Gregoriana de Roma. A propósito de este gran acontecimiento escribe:

«Día incomparable. ¡Qué alegría! Examinado. Doctor; ver al papa tan de cerca; coger su mano, besarla, ¡qué dicha, Dios mío, que no sea ingrato a tantos favores!».

Sacerdote de Cristo

Paralelamente a la vida intelectual, la vocación sacerdotal de don Francisco va madurando, de tal modo que poco a poco irá recibiendo las órdenes sagradas también en Roma. La tonsura el día de Todos los Santos de 1912; ostiario y lector el 5 de enero de 1913; exorcista y acólito el 19 de enero de ese mismo mes; subdiácono y diácono el 1 de noviembre y el 20 de diciembre de 1913 simultáneamente; y será el 3 de mayo de 1914 cuando fuera ungido sacerdote de Jesucristo. Con gran gozo espiritual celebraría su primera misa dos días después en el altar y sepulcro de san Aniceto, papa y mártir, en Roma. Refiriéndose en una nota a este día tan hermoso refiere:

«Celebré mi primera misa en Roma…y más que el aparato (exterior, lo más importante) es el acto que en mi persona tenía lugar, ¡qué cambio tan grande! Que sea en virtud también».

Sacerdote y doctor en Teología partió con las primicias de su sacerdocio para su patria el 9 de julio de 1914.

El Señor le concedió disfrutar de su sacerdocio en la tierra a lo largo de veintidós años y tres meses. Durante estos dos lustros ejerció los siguientes cargos eclesiásticos: nada más llegar de Roma fue nombrado profesor del seminario y capellán de los hermanos maristas de Toledo; el 21 de diciembre de 1917 lo vemos ejerciendo de coadjutor en la parroquia de Santiago apóstol de la Ciudad Imperial y en el año 1918 el Sr. Cardenal Guisasola y Menéndez dispone enviarlo de párroco a Cuerva, pueblecito situado en los Montes de Toledo. A los nueve años, el 22 de octubre de 1927, la Providencia quiso que don Francisco fuera nombrado párroco de La Villa de Don Fadrique, en la Mancha toledana, donde desarrollando una gran actividad pastoral partió para el cielo después de obtener la palma del martirio el 9 de agosto de 1936.

Dos pasiones: el sacerdocio y la virginidad

Los testigos que lo trataron, dicen de él que era “un buen sacerdote”; “hombre justo”; “abnegado y sacrificado”; “prudente, estudioso, austero”. Uno de ellos, sacerdote que estudiaba Teología cuando lo trató, hablando de sus virtudes teologales, afirma que tenía “gran devoción al Sagrado Corazón”. Y en cuanto a su amor al prójimo afirma que “era un gran limosnero. Ayudaba a muchas familias”. Añade que era “apacible, justo y desinteresado”.

En sus apuntes espirituales y propósitos escribe:

«Como sea el sacerdote, lo será también el pueblo. ¡Jesús mío, que sean buenos vuestros sacerdotes!».

Cuando llega a La Villa, a pesar de llevar años ordenado, el celo por las almas y el deseo de perfección en don Francisco está muy vivo. En las impresiones de los ejercicios de 1924 escribe:

«¡Diez años ya de sacerdote! ¡Cuánto habría hecho en este tiempo un sacerdote santo! Confirmo, con toda mi resolución de ser virtuoso, estos propósitos».

Esta inquietud por la vida espiritual la manifiesta en sus apuntes espirituales, donde se nota un progreso en el ejercicio de las virtudes sacerdotales.

Don Paco, como cariñosamente le llamaban en La Villa de Don Fadrique, se entrega sin reservas al ministerio pastoral, atiende a los niños y a su formación cristiana visitando semanalmente las escuelas y explicando algún punto de la doctrina, y a los ancianos y enfermos los conoce y confiesa. En su afán por imitar en todo al buen pastor que da la vida por las ovejas y busca a la descarriada hasta que la encuentra, cuida de la juventud de Acción Católica, fomentando entre los jóvenes la vida consagrada y el sacerdocio, infundiéndoles sinceros deseos de perfección, atiende a la catequesis parroquial y a los más pobres, a las familias recomienda buenos libros y periódicos y así se desborda poniendo mucho esmero en no descuidar las muchas necesidades que conlleva la vida parroquial.

Gracias al P. Barrón conoció el beato que no hacía muchos años, había sido fundado por el P. Antonio Amundarain el Instituto secular Alianza en Jesús por María. Él se entusiasmó con el proyecto de consagración virginal en medio del mundo que escondía el nuevo carisma, y en una carta a la curia diocesana afirma que ya tiene 13 aliadas en la parroquia y otras dos en su pueblo natal.

Al mismo tiempo podemos llamar a D. Francisco padre de sacerdotes, pues durante su ministerio sacerdotal en La Villa no pocos jóvenes ingresaron en el seminario de Toledo para prepararse al sacerdocio.

Patricia López, que atendió durante largos años a don Paco, declara: «Toda su ilusión era tener a los seminaristas en casa y en las noches de verano salirse a la puerta a tomar el fresco y todos a su lado; si había algo bueno de comer, me decía “guárdalo para mis seminaristas” y le obedecía».

Ayudó a numerosos seminaristas a cultivar el verdadero celo sacerdotal atendiendo económicamente a aquellos que más lo necesitaban. Algunos de ellos, ya sacerdotes, cuentan que el verano en el pueblo era extraordinario. Siempre juntos los seminaristas iban en busca del párroco y paseaban, rezaban y aprendían de la sabiduría sacerdotal de don Francisco; para ellos siempre fue un sacerdote ejemplar y que influyó de manera decisiva en su futuro ministerio, muy breve para algunos, porque correrían la misma suerte que el beato, el martirio.

Hacia las cumbres: sus virtudes más destacadas

Los testigos presentan a D. Paco como sacerdote celoso, con ansias de perfección espiritual y deseoso del martirio. El padre José Cabrera, S. J. lo define así: “como sacerdote fue celosísimo en su cargo parroquial y muy penitente (…) edificando a todos con su ejemplo. Virtudes sólidas y perfectas, en cuyos ejercicios se fue preparando para la corona del martirio”.

En los diversos ejercicios espirituales se impone un plan de vida propio de un buen sacerdote. Divide su jornada entre la oración, el estudio de las ciencias sagradas y el trabajo pastoral. Ni siquiera un momento para la recreación o para intereses ajenos a su ministerio sacerdotal. El sagrario, la santa misa, el rezo del breviario, la visita a los enfermos, el confesionario, la lectura espiritual llenan todas las horas del día. Todo esto demuestra que era un sacerdote centrado en su ministerio, consciente de su responsabilidad, ansioso de recorrer el camino de la perfección. Un sacerdote celoso, que hasta el último momento de su vida trató de llevar a todos, incluso a sus verdugos, la palabra de Dios.

Es edificante cómo él mismo se hacia este plan y lo escribía paso por paso. Así aparece en las anotaciones particulares al examen:

Cada año: santos ejercicios espirituales.

Cada trimestre: recordar y leer sobre la ordenación.

Cada mes: un día de retiro espiritual.

Cada semana: recibir el sacramento de la penitencia.

Cada día:

1º Hora fija para levantarme. De 6 o 7 horas de sueño. Puntualidad.

2º Ofrecimiento de obras y media hora de meditación.

3º Santa misa con preparación y acción de gracias.

4º Ponerse en el confesionario todos los días, aunque no venga nadie.

5º Horas menores y lectura espiritual.

6º Estudio de la santa Biblia, santos Padres, Teología, Moral y Ascética.

7º (Ángelus y examen). Comida con templanza, sobre todo en las bebidas; bendición y acción de gracias.

8º Descanso. Vísperas y completas.

9º Estudio de materias propias del ministerio.

10º Visita al Señor y a la Virgen.

11º Visita a los enfermos, a los necesitados, a algún pobre.

12º Por la noche, maitines y laudes. Rosario.

13º Cena corta y materia de colación.

14º Examen general y particular. Puntos de meditación.


Nuestro beato tiene muy presente que para crecer en las virtudes y en la santidad es esencial la penitencia, que frena las pasiones y equilibra los afectos desordenados. Entre sus propósitos de 1924 escribe: «Usar algunas mortificaciones tanto interiores como exteriores por mis pecados, y para que Dios haga fructuoso mi apostolado».

En las anotaciones particulares al plan de vida, muestra la vigilancia que tenía sobre su cuerpo y cómo la vida interior es más importante que la corporal: «Cena corta y materia de colación y os será provechoso al cuerpo y al alma. Con el cuerpo nos hemos de portar, dice san Bernardo, como uno que tiene una bestia, que le da el pienso para que le sirva y no para tenerla regalada».

Los días previos al martirio su espíritu de mortificación aumentó y los testigos que vivieron con el mártir los días previos, cuentan que “dormía en el suelo para prepararse al martirio”.

El sacerdocio era su vida y lo ejercía durante todo el día y toda la noche. Conservaba la frescura del ministerio desde aquel mismo día en que fue ungido sacerdote en Roma. Repropone obrar siempre “como sacerdote de Cristo” y ejercitar las virtudes propias del sacerdote. Todo ello lo manifiesta en sus Apuntes de los ejercicios de 1924: «Obrar siempre, aun en las cosas de la vida del cuerpo, como sacerdote”. “Examinarme de vez en cuando sobre el espíritu que respiran mis acciones, ¿es sacerdotal o es por desgracia mundano? Ambición, murmurar, envidia, modo de vestir, de tener la casa”. “Tener sumo cuidado en que las obras sociales (buena prensa, etc) no sean laicas, sino frutos del celo sacerdotal”. “Piensa mucho en la obligación que tienes como sacerdote, de dar buen ejemplo”. “Antes de hacer lo que otros sacerdotes hacen, preguntarte: ¿son costumbres verdaderamente sacerdotales?” “La mayor parte del apostolado de un sacerdote, especialmente de un párroco se ejerce por la mañana y madrugando».

D. Paco es consciente de que la clave de la santidad es la humildad, virtud que hay que vivir en la práctica recibiendo con amor las humillaciones. «Sé amante de las humillaciones para ser humilde. No es humildad creer que descendemos del lugar que nos corresponde, porque nuestro nada tenemos fuera del pecado».

En 1930 hace un propósito: «No negar a Nuestro Señor nada de lo que me pida dentro de mi estado y de recibir con paciencia y aun con alegría las enfermedades y tribulaciones que el Señor se digne enviarme en esta vida».

Respecto a la pobreza, cuentan los fadriqueños que trataron con él, que su casa era acogedora pero muy sencilla y sin lujos. La despensa no tenía abundantes víveres y siempre que los niños y los pobres acudían a su casa lo poco que había estaba a su entera disposición y nunca se iban de vacío. Es curioso cómo quiere vivir este espíritu de pobreza, sobre todo en su habitación: «No permitir elegancia ni en el dormitorio ni en la cama».

No pocos testigos afirman de él que era un gran limosnero y caritativo. Uno de ellos, en la declaración escrita que prestó para el proceso de beatificación de D. Francisco, afirma rotundamente que “le gustaba dar limosnas a los obreros y todos recurrían a él”.

La pobreza efectiva que vivió don Paco hasta el final la manifestó Patricia López, doméstica que lo cuidó durante diecisiete años, cuando refiriéndole al beato el 2 de agosto de 1936, víspera de su arresto, que le diera algún dinero para llevarle la comida cuando estuviera en la prisión, le respondió: «Solo tengo dos pesetas y debo aquí una que les he pedido para dar a un pobre; si me da permiso el alcalde, llamaré a casa por teléfono para que me den mis hermanos».

Atendiendo a la declaración de los testigos, Lorenzo Domínguez, que fue monaguillo del beato, afirma que era buen predicador de la palabra divina y muy buen confesor ya que él mismo confesó con don Paco varias veces.

Irene Santos que conoció personalmente al beato, afirma que era considerado padre de sacerdotes y seminaristas y que además era gran confesor.

Don Paco es consciente de la necesidad de preparar bien la predicación de la Palabra de Dios. Además de tener dotes para hacerlo con soltura, él mismo entre sus deberes parroquiales se señala: «Empezar la preparación de los sermones quince días antes, por lo menos, de predicarlos».

Rosa Navarro, quien de niña trató mucho con D. Paco, recuerda con cuánto fervor y sabiduría predicaba las horas santas en la parroquia y añade: “era un sol de hombre”.

La edificante caridad que practicaba con los obreros, con los pobres, con los niños, ancianos y enfermos tenía una fuente de la que brotaba tanto amor. Sin duda, como manifestación de su fe firme destaca el amor a la eucaristía y el apostolado que ejerció sin descanso en el pueblo para hacerla amar y vivir. No solamente la celebración diaria de la santa misa, sino que el culto al Santísimo Sacramento fuera de la misa era un motor de la vida parroquial. Los jueves eucarísticos en los que -como afirman los testigos- se llenaba la iglesia, y las horas santas eran dos modos de prender en las almas el amor a Cristo presente con su cuerpo y sangre, alma y divinidad, en la sagrada hostia.

A lo largo de todo el ministerio sacerdotal de D. Paco se advierte cómo vive desde la fe el amor a la parroquia de una forma esponsal. Esta verdad a la que están llamados todos los sacerdotes y párrocos, el beato la vivía radicalmente. Entre el programa de vida al que se ha hecho referencia más arriba, sorprende encontrar entre sus propósitos el siguiente: “un cuarto de hora a pensar en la parroquia”. Reservar un tiempo exclusivamente para pensar en las necesidades de sus fieles y cómo puede ir orientándolos hacia el bien y la santidad, muestra cómo la parroquia es lo primero. Al final de su vida y ante la situación tan difícil que se vivía en La Villa, le aconsejan abandonar el pueblo y marcharse a casa de su familia. Ante estas prudentes recomendaciones él mira más arriba y piensa aquello de que cuando venga el lobo se dispersarán las ovejas y él, crecido ya en la virtud de la caridad, responde: «Mi deber es estar aquí hasta el último momento, defendiendo cuanto pueda la parroquia que se me encomendó».

Se acerca la cruz

La familia de D. Francisco López ha conservado en su poder un manuscrito del párroco de La Villa de Don Fadrique (Toledo) que él mismo titula Libro de anotaciones de la familia y sucesos notables ocurridos desde el año 1901. La última página, como crónica histórica, se detiene en los sucesos del año 1931 y 1936.

«Marcha al noviciado de las religiosas Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, en Azpeitia (Guipúzcoa) mi feligresa de esta parroquia, Eulalia Huertas Molero, de 30 años, hija del sacristán mayor de esta, Buenaventura Huertas; Villa de Don Fadrique (Toledo) a 29 de enero de 1931, fiesta de san Francisco de Sales. (Ella tenía mucha devoción a santa Margarita de Alacoque, de la Visitación). En viernes se presentó en el convento de la madre provincial en Madrid (ella es devotísima del Sagrado Corazón de Jesús). En sábado ingresó en el noviciado (siempre fue muy devota de la Inmaculada y de la Virgen del Carmen). Además, fue rara coincidencia empezar el mismo día que hacía años murió la madre María Ignacia Palacios. Dios le dé perseverancia.

Se proclama la República en España el 14 de abril, siendo el presidente D. Niceto Alcalá Zamora, con ministros republicanos y socialistas. No ocurrieron sucesos graves; solamente manifestaciones bastante ruidosas, pero en general, sin atentar contra la propiedad, ni las personas.

El día 11 de mayo fueron quemados diez conventos y colegios de religiosos y religiosas, la mayor parte de enseñanza en Madrid. Parece que respetaron a las personas y aún los objetos, deseando solamente quemar para destruir. Se calculan en 40 millones las pérdidas ocasionadas, aunque el valor de las bibliotecas y tesoros de arte es realmente inapreciable. Parece que los incendiarios eran comunistas, anarquistas y gente maleante, excitados por los periódicos comunistas, socialistas y liberales.

En provincias, ocurrieron parecidos desórdenes en Alicante, Málaga y Sevilla, y algo menos en alguna otra ciudad.

En Toledo, no ocurrió ningún atropello, pero el Sr. Cardenal salió de Toledo, marchando a Roma, por precaución. También los seminaristas marcharon a sus pueblos, adelantando las vacaciones un mes y sin examinarse. Fueron días de gran preocupación en toda España, especialmente para los religiosos y religiosas”.

Prediqué el día 2 de junio en la primera misa del religioso franciscano Luis Avilés Perales, pariente mío de Villacañas, celebrada en el convento de su orden, en Quintanar de la Orden (Toledo), con solemnidad y devoción grandes por parte de todos”.

El día 13 de junio celebró su primera misa en Villa de Don Fadrique (Toledo) el seminarista de la misma, Ambenio Díaz- Maroto Alarcón; es el primer seminarista mío que canta misa».

Luego salta hasta el año 1936, y anota clara pero escuetamente:

«El año 1936 cantaron su primera misa cuatro seminaristas de Villa de Don Fadrique, siendo párroco D. Francisco López».

Finalmente, en la última anotación de su Libro de anotaciones de la familia puede leerse:

«El día… de julio del año 1936 estalló una revolución comunista en toda España siendo grande la persecución a la propiedad, y matando a millones de personas. La persecución a la religión fue crudelísima, asesinando a religiosos, religiosas, quemando conventos e iglesias…».

Después de leer estos datos que D. Paco anotó como acontecimientos sobresalientes de interés general, podemos advertir cómo él se limita a subrayar y lamentar hechos objetivos de la historia reciente de España que le llamaron la atención, pero no se observa de ningún modo desliz político alguno, es más, parece que se entretiene, por otorgarle más importancia, en la proliferación de vocaciones sacerdotales y religiosas en el seno de las familias de La Villa de Don Fadrique, a pesar de los tiempos tan duros que se avecinaban para los cristianos.

Conservamos algunas cartas escritas por el beato a la curia diocesana de Toledo para informar acerca del estado del pueblo y de la parroquia. La última corresponde a marzo de 1936 y al leerlas es fácil apreciar que en el pueblo se vive con miedo y con mucha tensión. El control de los sermones, la prohibición de cualquier manifestación religiosa fuera de la iglesia, incluso los entierros católicos, el deseo de convertir la ermita de Santa Ana en escuela pública, entristece y preocupa a los sacerdotes y a los cristianos, quienes tal y como escribe D. Paco: «siguen muy fervorosos, con más comuniones que nunca, aunque asustados».

El párroco intenta en todo momento calmar los ánimos de ambas partes y está dispuesto a ceder en lo que se pueda con tal de evitar males mayores. En sus conversaciones con el alcalde de La Villa le pide que él mismo o enviados suyos se acerquen a la parroquia el día de san José para escuchar el sermón y de este modo comprobar cómo la política está lejísimos de sus intereses; respecto a la utilización de la ermita como escuela está dispuesto a cederla provisionalmente, tal y como le pide el alcalde, para evitar disgustos, aunque le advierte que no reúne condiciones para este fin.

Actitud del siervo de Dios ante el martirio

Una de sus feligresas refiere que D. Francisco había manifestado vehementes deseos «de alcanzar la santidad y de sufrir el martirio». No se trataba de deseos vanos, fruto de un fervor pasajero o de sentimentalismo estéril. Cuando llegó la ocasión, supo afrontar el peligro con serenidad y hasta con alegría. Al empezar la persecución, personas prudentes le aconsejaron que se alejara de la parroquia, consejos que no secundó y que ya hemos visto con cuánto heroísmo y caridad decidió permanecer con sus ovejas hasta la muerte.

El 18 de julio son obligados -según refiere Patricia López- a abandonar la casa rectoral siendo acogidos de inmediato en la del sacristán, siervo de Dios Buenaventura Huertas Medina. Allí, los milicianos realizan numerosos registros y el beato en vez de esconderse, salía a su encuentro y les hablaba de Dios, defendiendo a la Compañía de Jesús, «haciendo esto en los momentos en que los milicianos impunemente podían asesinarle», comentan los testigos.

Consuelo Muñoz, nieta del sacristán, cuenta que «cuando iban los milicianos él salía a recibirlos, y con toda naturalidad les hablaba de Dios tan bien que los pobrecitos no tenían palabras para replicar y le escuchaban con todo respeto. En cambio, una vez en la cárcel, todo eran insultos y groserías, que no se pueden ni decir, en contra del “cura”».

Durante los días en que estuvo recluido en dicha casa (del 18 de julio al 3 de agosto) no trató nunca de ocultarse: recibía a los feligreses, los confesaba, les administraba los sacramentos, sin temor a ser denunciado y condenado a muerte como sucedió. Fueron días de ejercicios espirituales, de preparación al martirio, que veía próximo. Varios testigos oculares pueden informarnos de la vida de don Francisco durante esos días precedentes al martirio.

Dos días más tarde -escribe sor Sebastiana de Jesús, carmelita hermana del mártir- recogiendo los testimonios de los testigos, fueron a por D. Paco para registrar la iglesia; iba con ellos un niño que había sido su monaguillo en las grandes festividades. Al llegar a la iglesia, advierte el beato que la lámpara del Santísimo está apagada, y con la sencillez que le caracterizaba, le dice a su “acólito”:

-Pablito, haz el favor de encender la lámpara. Y obedeció.

Registraron la parte de abajo y fueron a buscar a dos señoras que tenían las llaves de los cajones de la cera; otros de los registradores subieron a la torre, y en ese rato usó de nuevo de la confianza del niño diciéndole:

-Tú cierra por dentro y enséñales todo para registrar bien, que yo me quedo esperando a las que han ido a buscar.

Al quedarse solo cogió una caja a propósito, sacó el Santísimo Sacramento del sagrario y se lo llevó a la sacristía; llegan las señoras que eran de toda confianza y les preguntó si estaban en disposición de poder comulgar. Inmediatamente vuelve a la casa del sacristán lleno de emoción y alegría, pues salvaba el mejor tesoro de la iglesia. Se asoma a una habitación y se encuentra con la hija del sacristán, que referirá esta historia, y don Francisco le dice:

-Si supieras a quién te traigo, al Señor…

En la casa ya tenían preparado un altar para Jesús, después de depositarlo allí, distribuyó la comunión al matrimonio y a una de sus hijas y marchó aprisa a terminar el registro de la iglesia.

Cuando llegaban los milicianos a registrar la casa, D. Paco ponía las formas consagradas en cajitas pequeñas para disimular y así lo escondían. Su amor a Jesús en el sagrario le llevó a arriesgar la vida aquel día.

Eulalia Huertas, hija del sacristán en cuya casa se refugió, refiere que en los días que pasó con su familia vivió como un verdadero santo, preparándose para el martirio. Celebraba todos los días una liturgia de la Palabra explicando el Evangelio del día a los familiares del sacristán, recibía la comunión y la distribuía a todos, recitaba con devoción el oficio divino, que después explicaba a los demás y todos los días rezaba el rosario. Les enseñaba cómo tenían que comulgar si lo metían en la cárcel. Un día la testigo, limpiando la habitación que hacía de oratorio, vio una manta por el suelo y “preguntó al señor cura por qué estaba así la manta y me dijo que se estaba preparando para cuando se lo llevaran a la cárcel, para el martirio, según dijo gráficamente”.

El 30 de julio, tres días antes de que lo apresaran, celebró con gran fervor una hora santa y explicó el Evangelio a los componentes de la familia.

Josefa Muñoz Huertas, nieta del sacristán, pasó durante aquellos días muchos ratos en casa del abuelo con el siervo de Dios y confirma cuanto ha narrado la testigo anterior:

«Yo en esos días antes de su martirio, lo vi tranquilo, leía la vida del santo del día en el año cristiano, nos enseñaba cánticos y regaba las plantas con mis hermanos y conmigo”. Y añade: “Unos momentos antes de detenerle, les estuvo explicando la vida del protomártir san Esteban, animándolos, si era necesario, a ir al martirio con la misma tranquilidad que el santo; él estuvo preparándose desde el primer día y deseaba le llevaran a la cárcel para animar y dar valor a los que allí estaban».

Arresto y martirio

Testigos oculares refieren las circunstancias del arresto de D. Paco. Eulalia Huertas, hija del sacristán en cuya casa se había refugiado, estaba presente en el momento de la detención junto con su padre y los demás componentes de la familia. Narra así el hecho:

«El 3 de agosto se puso a rezar el oficio divino, al terminar vino a donde estábamos nosotras a explicarnos todo lo que había leído y estando así llegaron unos milicianos muy jovencillos y con aire poco respetuoso le dijeron al Sr. cura que se fuera con ellos, cogió el manteo y el sombrero y marchó a la cárcel sin hacer ninguna resistencia».

Casi con las mismas palabras narra el hecho Josefa Muñoz, nieta del sacristán, explicando que momentos antes del arresto estaba explicando a la familia que lo hospedaba, el martirio de san Esteban protomártir. De hecho, antes de la reforma litúrgica, esta fiesta se conmemoraba en la Iglesia el 3 de agosto, día en que fue encontrado su sepulcro.

Patricia López, su fiel asistenta, confirma que lo detuvieron el 3 de agosto y desde aquel día le llevó la comida hasta el momento del martirio.

Los milicianos habían convertido en prisión las bodegas de una casa nobiliaria de La Villa propiedad del marqués de Mudela. Allí llevaron a don Francisco y lo primero que hicieron fue despojarlo de su sotana y dejarlo con los pantalones cortos que llevaba debajo. Una gran humillación para él, pues jamás había consentido vestirse de seglar.

«Puedo afirmar -declara de nuevo Patricia López- que su mayor afrenta fue no cuando le golpeaban, sino cuando le quitaron la sotana. Tan dentro de su corazón tenía la dignidad sacerdotal. Todo esto lo vi con mis propios ojos».

En la prisión lo sometieron a vergonzosas humillaciones, vejaciones, castigos injustificados y a continuas torturas. Según narran testigos oculares, lo tuvieron encerrado durante tres días en una perrera donde no podía ponerse de pie, y después lo llevaron a las caballerizas junto con otros prisioneros, entre ellos el siervo de Dios Buenaventura Huertas, el sacristán. Le hacían cargar los carros de estiércol, le echaban la basura por la cara, lo obligaban a llevar los sacos más pesados de trigo, lo apaleaban por negarse a blasfemar y llegaron hasta cortarle una oreja, según algunos testigos, con la navaja de afeitar; según otros, con una piedra o yesón. Y todos los testigos hacen notar que soportó todo con admirable fortaleza, perdonando a los perseguidores.

Pero oigamos lo que declaran los testigos. Irene Santos Aguado, que estuvo presa en la misma cárcel que el sacerdote pocos días después de su martirio, oyó a los demás prisioneros que decían:

«Se decía en la prisión, ¡en esta habitación se martirizó a dicho señor cura párroco con grandes palizas!, aquí, señalando el sitio, le desprendieron una oreja, tirándole una piedra a la cabeza, lo insultaron mucho, y no contestó nunca, y que le enterraron vivo. Todo esto lo oyó la declarante en la misma cárcel por haber estado presa, unos días después de matar al párroco, y los milicianos verdugos lo decían entre sí».

Polonio Muñoz Ronco, compañero de prisión del siervo de Dios, y, por tanto, testigo ocular, declara:

«En la cárcel no convivimos por ser muy grande. En la cárcel había un estercolero y obligaban a cargar las galeras a los sacerdotes, siempre burlándose de ellos y echándoles basura encima. La cárcel era la casa del marqués de Mudela. Hubo que cargar unos toneles grandes con el escudo del marqués de Mudela y a don Francisco le cargaban con más peso que el que podía a la hora de limpiar la bodega. Todo aquello era una burla. En ocasiones algunos carceleros se portaban mejor. Yo creo que a don Francisco le sacaron en el primer grupo para asesinarlo. Lo sacaron en una galera. Tengo entendido, por oídas, que don Francisco dijo a los que le asesinaron: Que Dios os perdone».

Consuelo Muñoz Huertas, nieta del sacristán y carmelita en Yepes, mientras llevaba la comida a su abuelo y a un tío también prisionero, declara:

«Lo llevaban a declarar al ayuntamiento a la hora en que estábamos en la puerta de la cárcel para dar las comidas. Al pronto no le conocí. No parecía el mismo; iba vestido de paisano, andaba muy despacio, encorvado, fatigoso, con una cara muy pálida y con expresión de mucho dolor; parecía otro Jesús con la cruz a cuestas. Vi cómo le salía mucha sangre de un oído, toda esa parte tapada con abundante sangre; después me enteré que le habían cortado la oreja derecha, y nadie le había limpiado la sangre, mi impresión era que le habían pegado una paliza y caminaba en silencio y algo lentamente. Me impresionó verle sin sotana».

Confirman esta declaración Casto Molero Cifuentes y Juliana Requena, prisioneros en la misma cárcel, añadiendo esta última que le obligaban a cargar los carros de estiércol no por detrás, sino por el varal para que le costase más trabajo, y lo tenían expuesto al sol abrasador de agosto.

El Rvdo. Don Vicente Alarcón Novillo, siendo seminarista estuvo preso en la misma cárcel que don Francisco, y aunque estaba en un departamento distinto, coincidió con él en alguno de los trabajos. Refiere que le cargaban los sacos más pesados, lo insultaban con palabras soeces, y él sobrellevaba todo con paciencia. Pedía que le permitieran llevar la sotana y que le facilitaran un breviario. Vio las caballerizas donde estaba encerrado, y aparecían llenas de sangre. Supo por los guardianes que en la noche del 8 de agosto de 1936 «habían castigado muy bruscamente a los prisioneros. Casi todos murieron a consecuencia de las palizas, pero el párroco quedó con vida y el día 9 lo llevaron en un carro junto con los cadáveres, al lugar llamado Media Luna, donde lo acabaron de matar dándole un martillazo en la cabeza».

El Rvdo. Don Valentín Ignacio, sacerdote hijo del pueblo, presenció el interrogatorio de algunos de los criminales de guerra durante el juicio penal y tomó nota de algunas de las declaraciones, que transcribimos a continuación:

«A varios de los detenidos los pusieron a cargar basura, y a uno de ellos… toda la basura se la echaba en la cara en vez de en el cesto, sin que protestase. Los cogimos a los nueve y los cargamos en el carro o galera (no recuerdo en qué fue), algunos iban ya muertos, don Paco iba vivo, y cuando llegamos a Media Luna (lugar donde los enterraron) cavamos para hacer el hoyo y enterrarlos; y dijo uno:

-Paco, échales un responso, y él se lo echó a todos.

Después dijo otro:

-Paco, échanos un sermón como los que echabas en la iglesia.

Y sentado con los pies colgando en el hoyo que iba a servir de sepultura, comenzó a hablarles con estas o parecidas palabras (no recuerdo exactamente):

-Hijos míos: yo vine a este pueblo de cura para procurar que todos se salvasen, no sé si alguno se habrá salvado; moriría satisfecho sabiendo que todos vosotros o alguno se salvaba; que Dios os perdone como yo os perdono”.

Y dijo el miliciano declarante:

-Muchas más cosas nos decía, que hasta las piedras se conmovieron y como no podíamos oírle, fue uno por detrás y le dio en la cabeza con el mocho de un azadón o con el de un pico o con un macho de fragua, no sé con qué, y lo matamos, y cayó así en la sepultura».

Por las declaraciones de los testigos y por documentos fehacientes consta, por tanto, que don Francisco López-Gasco Fernández-Largo fue encarcelado el 3 de agosto de 1936. Sometido a toda clase de vilipendios y humillaciones y golpes por negarse a blasfemar, y obligado a trabajos forzados, después de cortarle una oreja, en la noche del 8 de agosto los verdugos trataron de matarlo a él y a otros ocho prisioneros con palos, como si fueran bestias. En la mañana del día 9, dando a todos por muertos, los cargaron en una galera para llevarlos a enterrar. Aunque el sacerdote había sobrevivido a los golpes, lo echaron en la galera en medio de los cadáveres. Llegados al término llamado la Media Luna, después de mofarse del beato, le rompieron el cráneo con un “macho” de fragua y lo enterraron en una zanja.

Muere por la fe, perdonando a sus verdugos

El perdón es la manifestación suprema de caridad fraterna: es humanamente imposible que la última recomendación de una persona a la que van a matar en escasos minutos sea perdonar de corazón a su verdugo. Es el máximo exponente de identificación con Cristo que murió en la cruz diciendo: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen. No hay mayor expresión del amor a los hermanos que esta. Resultan estremecedoras y edificantes las palabras de perdón sincero a sus enemigos del beato Francisco y de tantos otros a lo largo de toda la historia de la Iglesia.

Como afirman testigos oculares, don Francisco, lejos de revolverse contra sus verdugos, les hablaba con cariño, los incitaba al arrepentimiento y los perdonaba de corazón, sufriendo con paciencia heroica las mofas y torturas a las que le sometían.

Josefa Muñoz supo por otros prisioneros que cuando lo atormentaban por negarse a blasfemar, decía: Padre, perdónales, que no saben lo que hacen; esto lo decía con mucha frecuencia durante su martirio en la prisión.

Polonio Muñoz Ronco, compañero de prisión, oyó comentar que cuando le estaban matando, dijo: «Que Dios os perdone».

María Sánchez afirma que en la prisión dijo a sus verdugos: «Hijos míos, yo os perdono, matadme a mí, pero que yo sea el último».

Juliana Requena, testigo ocular de las injurias y vejaciones que le dieron en la prisión, afirma que soportaba todo con humildad «no diciendo nunca una palabra en contra de sus verdugos».

En 1939 sor Sebastiana de Jesús, religiosa carmelita descalza y hermana del siervo de Dios, oyó contar a la esposa de uno de los verdugos que al llegar al campo donde lo iban a enterrar, dijo a sus asesinos:

«Hijos míos, ¿habéis pensado bien lo que estáis haciendo? Mirad que de estos actos tendréis que dar estrecha cuenta a Dios; matadme a mí, pero no matéis a nadie más, que sea yo la última víctima que hagáis; arrepentíos de estos pecados y yo desde el cielo pediré por vosotros, por vuestras esposas y por vuestros hijos. Yo os perdono no solo para esta vida, sino para la otra».

Don Vicente Alarcón, hijo de La Villa, que estuvo en la prisión con el sacerdote, atestigua que mientras lo insultaban con frases groseras, «guardó siempre el mayor silencio y respeto para los insultantes».

Juana García declara que durante la guerra fue al hospital de Quintanar a ver a su esposo y vio a un miliciano joven herido que se gloriaba de haber tomado parte en la muerte del párroco de La Villa de Don Fadrique, el cual decía a los verdugos: «Que le hiciéramos a él todo lo que deseáramos, pero que ya no matásemos a nadie más, que él nos perdonaba».

El amor a Dios, causa del martirio

Hay que evitar el peligro de considerar el martirio demasiado desde fuera: se perdería inevitablemente su verdadero sentido. El martirio no se puede nunca entender como un masoquismo exagerado o simplemente un deseo de padecer y morir sin causa, sino que es la renuncia al amor a la propia vida por un amor mayor y supremo, origen de toda vida humana. Por tanto, el principio y el final del martirio cristiano es el amor a Dios. Si el martirio identifica tan realmente con Cristo, se debe no tanto al hecho de la muerte cruenta, cuanto al motivo y disposiciones interiores con que se padecía. La imitación externa no habría tenido valor alguno si no hubiese habido la interna. Es lapidaria la frase de san Agustín: “Martyrem non facit poena sed causa” es decir, al mártir no lo hace la pena sino la causa.

Por los numerosos estudios que han sido hechos, consta que durante la Guerra Civil se persiguió a los sacerdotes y religiosos por odio a la religión. En el caso de don Francisco, los verdugos no pudieron aducir motivo alguno de política o de otro género que justificara los malos tratos y su muerte horrenda.

Don Vicente Alarcón Novillo, sacerdote natural de La Villa de Don Fadrique, que, como seminarista, conocía muy bien al párroco, declara que:

«Nunca fue considerado ni tenido como político; jamás se mezcló en asuntos extraños a los de su ministerio pastoral, a pesar de las difíciles circunstancias de agitación existentes en toda España y muy especialmente en mi pueblo».

Sor Sebastiana de Jesús, carmelita descalza, hermana del siervo de Dios, en las investigaciones que hizo para conocer las circunstancias del martirio de su hermano, supo que lo detuvieron por ser sacerdote y -según le dijo una feligresa suya- porque:

«Era demasiado celoso, pues en las visitas que hacía sus conversaciones eran preguntar, ver las costumbres y lecturas en las casas, quitándonos lo que no le parecía bien y facilitándonos buenos periódicos y libros, siendo juzgado por su vida de apostolado, sabíamos que no le perdonaban pues, según ellos, esto tenía mucho delito».

Todos los testigos afirman unánimemente que lo mataron por el solo hecho de ser sacerdote de Jesucristo.

Fama de santidad

La fama del martirio del que fuera párroco de La Villa de Don Fadrique se difundió por la diócesis de Toledo y todos lo consideraban mártir. El padre Antonio Pérez Ormazábal en el libro que publicó bajo el título Heroína y mártir: La Alianza en Jesús y María bajo el dominio rojo, dedica varias páginas al beato Francisco López-Gasco, a quien considera mártir.

El 10 de mayo de 1939 una numerosa comitiva, familiares y amigos, se dirigió al lugar donde estaba sepultado y con gran devoción exhumaron los restos mortales y los trasladaron a un panteón privado de Villacañas.

Su hermana Sebastiana López-Gasco lo refiere así:

«En mayo de 1939 sacamos de una zanja en la viña, llamada Media Luna, nueve cadáveres. Mi hermano estaba colocado en el centro y boca abajo. Dispuestos en fila, cada uno tenía su cabeza sobre los pies del otro. El cráneo de mi hermano estaba destrozado, seguramente por haberlo golpeado con un mazo o piedra, porque según decían los verdugos no acababa de morir. Sus manos aparecieron atadas a la espalda con cuerdas de esparto. De esta exhumación fui testigo presencial. Don Salustiano Santos que nos acompañaba, les rezó responsos».

Primero los restos fueron depositados en un panteón particular de la familia del beato y el 28 de agosto fueron trasladados definitivamente a un panteón dedicado a los mártires de Villacañas.

La fama del martirio de don Francisco creció cada vez más. En La Villa no pocas personas comienzan a encomendarse a él en momentos de especial dificultad. El sentir popular ya en vida lo consideraba un santo y después de un martirio tan heroico su fama de santidad fue extendiéndose, sobre todo, entre las personas y familias que más le trataron en vida.

Fue beatificado el 28 de octubre de 2007 junto a una docena de clérigos toledanos, en el grupo de 498 mártires declarados como tales por Benedicto XVI.